Artículo escrito por: Alberto Cañas Escalante, a próposito de la remodelación del Parque Morazán, en 1991.

El Parque Morazán no era el parque de los niños pequeñitos. Las chinas preferían llevarlos al Central, donde todavía, en ese entonces de mi infancia, estaba la pila, y la pila tenía pescaditos de colores. Uno de mis antiguos recuerdos es el de introducir mi mano en la pila (no hay placer infantil mayor que el de mojarse) con la intención de tocar, ignoro si de atrapar, los peces de colores.
El Parque Morazán no era el parque de los niños pequeñitos. Para apoderarse del Parque Morazán, para que el Parque Morazán llegara a ser nuestro, era menester llegar a la edad escolar. Y como los padres aspiraban a que sus hijos s educaran en el Edificio Metálico, era la escuela la que nos daba la carta de naturalización necesaria para ingresar al Parque Morazán y ser habitantes de él. Debe quedar democrática constancia, sin embargo, de que los que tenían la desgracia de frecuentar otras escuelas(uno de mis primos y coetáneos sufrió mucho por esa razón hasta que obtuvo el traslado) eran admitidos y bienvenidos al Parque Morazán.

Esto tenía limitaciones. Durante las horas lectivas, uno de los cuatro parquecitos: el del noreste décadas más tarde parque japonés con cisne, estaba reservado por las altas autoridades de la moral pública, para las niñas de la Escuela Julia Lang. No es que los escolares de la Buenaventura (nunca la llamamos por ese nombre) nos interesara establecer contacto o jugar con las niñas, pero en previsión de que tan inverosímil suceso ocurriera –que por supuesto no ocurrió nunca- los calzonudos disfrutábamos del recreo grande, bien en la explanada frente al Edificio, o bien en el Parque España.

Era lícito, eso sí, atravesar la avenida con rumbo a la cantina de Rosés, lo mismo que disfrutar de los helados de Victorino. Victorino se apostaba exacta y matemáticamente frente a la puerta de la escuela; Victorino vendía unos helados deliciosos (a cinco en barquillo y a diez en galleta); Victorino fiaba, y uno podía llegar a deber hasta un cuatro, que era el tope de crédito fijado me imagino por el Banco Central de los helados; Victorino esperaba una fabulosa herencia que le vendría de Londres, porque Victorino se apellidaba Aguilar y en Londres había una enorme cantidad de libras esterlinas que habrían de repartirse entre los Aguilares. Eso decía Victorino.
Los niños dictan sus leyes y tiene sus reglas: a la salida de la escuela era posible quedarse jugando en el Morazán; pero para este menester vespertino estaba destinado exclusivamente el parque del sureste. Desde la puerta de su casa, nos contemplaba el ex-presidente de la República don Bernardo Soto.
Al cuadrante que parecía ser el principal: el del suroeste, se ingresaba en vacaciones, en el verano. Era el parque de los scooters, de los patines y de las bicicletas. Yo pertenecía a la brigada del scooter y admiraba las pantorrillas y los cabellos sueltos de una ciclista maravillosa y desarrollada que nunca he sabido como se llamaba, quién era, ni qué hizo.
Se graduaba uno de la primaria y, convertido en liceísta, le descubría otros usos al Parque Morazán.
Era entonces cuando comenzaba a funcionar el pretil que rodeaba el parquecito del suroeste. Cada uno de los cuatro parques tenía su pretil propio que lo rodeaba, y que no se llamaba el pretil sino los poyos. A las cinco de la tarde comenzaba un paseo de colegiales por la Avenida de las Damas, con espacio en el poyo del parquecito del suroeste para los que lograban emparejarse así fuese tan solo por la duración del crepúsculo y sin las expectativas para mañana; las noches de los lunes y los viernes había retreta: el Maestro Cantillano instalaba a la banda militar en el Templo de la Música a ejecutar selecciones operáticas, valses vieneses y canciones napolitanas, mientras la gente cumplía el rito pintoresco y provinciano, el paseo que dejaba encantados a los escasos turistas: los varones siguiendo la dirección de las manecillas del reloj en el anillo interior, y las muchachas en sentido contrario en el exterior, dando vueltas y cuerda por el parque. Siempre el del suroeste, el principal.
Al parque del noroeste-con su Simón Bolívar en medio –no se le veía mayor utilidad, porque no estaba pavimentado y sus calles era de arenilla. Además, durante las Fiestas Cívicas (eso, antes de que se las llevaran a La Sabana y más tarde a la Plaza González Víquez), ese parquecito del noroeste era el parque de los caballitos, el de la rueda de Chicago, el chilillo, el tobogán, y nada más que se recuerde.
Como no era excesivamente frecuentado, este parque del noroeste adquirió en algún momento una utilidad que se le desconocía: sirvió para llegar allí en las mañanas de octubre, y sentarse en una banca a preparar exámenes de bachillerato y exámenes de universidad (cosa que también podía hacerse y se hacía en el Parque Nacional).
Parque Morazán de scooters, de patines y de bicicletas. Parque Morazán de retretas. Parque Morazán de contemplar muchachas en los poyos. Parque Morazán de novias. Parque Morazán de sonrisas y ojos luminosos con música de Verdi. Parque Morazán de vísperas de examen. Parque Morazán, luego, de bohemias tertulias estudiantiles. Parque Morazán de interminables discusiones políticas. Parque Morazán de proyectos y sueños hasta el amanecer, porque, sí, alguna vez amanecimos. Parque Morazán de leernos mutuamente versos y cuentos en las noches, y de escuchar las melodías inusitadas que le sacaba a su guitarra el hombre de los ¨pienses¨.
Llegaba, sin embargo, un momento en la vida de todo estudiante y de toda muchacha, en que le era infiel al Parque Morazán. Cuando se dejaba de mariposear y se pasaba a ser parte de una pareja enamorada, la pareja desaparecía del Parque Morazán, sitio de sueños y de búsquedas que nada le ofrecía a quien ya había encontrado. O cuando –terremoto que obligaba casi hasta a romper con los amigos y separarse irremisiblemente de la huelga respectiva- le complicaba a uno la vida una muchacha que vivía en el otro extremo, en cualquier otro extremo de la aldea.
No fue mi generación a la que le tocó ser expulsada del Parque Morazán por los munícipes, por los autobuses, por las autoridades del tránsito que le arrebataron a la clásica Avenida de las Damas su condición tradicional de paseo. La Dirección General de Tránsito acabó con el concepto del paseo. Hasta el Paseo Colón se limitó a llamarse así y no hubo un alma caritativa que lo rebautizará Autopista o lo que fuese.
Una malhadada Municipalidad, a quien Dios pudra, destruyó allá por 1950 los poyos. Nadie explicó por qué. No recuerdo Tampoco que nadie preguntara por qué. Los josefinos fuimos durante muchos años indiferentes al feo destino que le estábamos dando –cómplices del tránsito y de los munícipes- a nuestra ciudad. En 1950 quitaron los poyos del Morazán, quitaron las pérgolas y el obelisco del Paseo Colón, y quitaron el tranvía. Tres crímenes de cuya trascendencia no se dieron cuenta los josefinos. Tres crímenes que le arrebataron a San José su carácter, su estilo, su ritmo, su personalidad y su color.
Desaparecidos los poyos, desapareció el Parque Morazán como estado de ánimo, y comenzó su decadencia horrísona, que lo convirtió en sitio deshabitado o inhabitable, en parada de autobuses. Del Templo de la Música desapareció la música, y desaparecieron también los oradores de las manifestaciones estudiantiles, los mítines políticos y las concentraciones del primero de mayo. Hasta que en un momento dado comprendimos que nos habíamos quedado sin Parque Morazán. Y algo peor: sin San José; así de sencillo y de escueto. Tal vez el acto más simbólico de lo que allí ocurrió, la metáfora de la muerte, fue la ocasión en que alguien se comió un cisne que por allí habían puesto a navegar.
Se comieron el cisne. Era la ciudad misma la que había destrozado su cisne, porque el Morazán había sido nuestro cisne, y habíamos permitido que lo destruyeran. Nadie, ni el que lo demolió, supo la capacidad de convocatoria, la fuerza de dominó que tiene la destrucción de un pretil.
Ahora, el cisne ha renacido. No podrá ser el mismo cisne, el mismo Parque Morazán de antes, porque los josefinos de ahora son otros, y han perdido su conciencia de eslabones. Pero nos han regalado otro Parque Morazán, un Parque Morazán nuevo, acaso más esplendoroso que el de antaño. Ahí lo tiene. No podemos saber qué hacer con él los jóvenes, como no supieron los que abrieron el Parque hace más de cien años, que harían con él los muchachos de entonces, pollos de levita y corbatín negro. La fe que nos queda, es que a lo mejor los jóvenes harán algo con el Parque Morazán, si no tan romántico al menos tan creador de recuerdos y nostalgias como lo que hicieron con el viejo parque sus tatarabuelos. El nuevo Parque Morazán tendrá un pasado, mientras alentemos los que pudimos participar del viejo. Lo que sí tiene, definitivamente, es ese futuro que le desconocemos, y que está abierto a lo que la imaginación de los chiquillos del Edificio Metálico y la gente dispongan.
ALBERTO CAÑAS, es abogado, periodista, escritor y profesor universitario. Ha escrito obras de teatro, de cuentos y novelas. LOS MOLINOS DE DIOS es la tercera y sin duda la más ambiciosa de las novelas de Alberto Cañas. Será publicada próximamente. El artículo aquí publicado es una gentileza especial para CUSPIDE de la Revista Nacional de Cultura de la UNED.
PUBLICADO EN CUSPIDE, SETIEMBRE DE 1991, Págs. 18 y 19.